Haití, decimos y duele. ¿Por qué, pasada la línea invisible que lo separa de Santo Domingo convulsa y empobrece? La tierra es reseca, se cae, no se sostiene y lo que llaman espíritu es apenas vivo. ¿Por qué? Haití, una vez, fue libre antes que todos nosotros, pero no vayas a allá: llorarías, oigo que nos dicen. La mirada es la de “los ojos sin agua, como la fatalidad”, nos advierte Magloire Saint-Aude, su poeta, que tuvo solo como hogar una plaza pública y una botella de ron.
Un día nació allí, mientras el rocío mojaba la sed de sus colinas purpúreas y valles deprimidos, y vivió duro en la ergástula y el adiós, Jacques Roumain.
El hombre que fuera y la pasión humana que lo encendía llevan ese nombre. Antes que escribir ya era un haitiano, como los labriegos de sus mendrugos en tierra ajena o prestada por los baldíos o acaso propias pero aptas para sembrar canícula bajo la nube seca.
Fue tenaz Jacques Roumain en el fervor de devolverle a su pueblo el ensueño, la ternura y la calma y el goce de un destino propio y común tanto tiempo mezquinado por el gobernante infame, Brujeador con pistola en la faltrisquera y el miedo en la satrapía que ni el ritual vudú lograba conjurar.
Escribía, como viviera, con prosa de justiciero, en las páginas de los libros de la lectura pública del periódico, en publicaciones airadas y en el habla de la lengua de la poesía donde se escucha la desesperación y la lastimadura del oprobio que tuvo por tristeza al poblado de Fonds Rouge, la Savane Désolé, como se dice en haitiano común, por allá, por 1989, o ahora mismo, según arrecien los sismos, los huracanes o el hambre y la sed visite y fije largo y lento domicilio en los terronales, la boca del sediento y la malandanza de sus hambreadores.
El agua comienza y termina en Gobernadores del rocío, el libro que eterniza a Jacques Roumain. El trasfondo político, anticolonialista de su contenido es su sustentación, pero es su idioma poético el que fulge con persistente fulgor. Tratad el polvo en las manos de Delira Delivrance y de la sangre en la herida del héroe de la novela. “El polvo llama al polvo y perecemos”, escribe Shelley desde muy lejos de Fonds Rouge. El puñal de Gervilen en la carne de Manuel es una contradicción del agua del cielo empurpurada con la muerte del herido. No llueve en Gobernantes del rocío sino fuera para saciar la maldad de Hilarión y enlutar a la amada de Manuel. El dios del cielo de arriba y el dios Ogun del labriego intercambian almas y vidas y el fin de la desventura es una tierra transfigurada por la metáfora que frecuenta la anécdota tallada en francés culto y el creole que poetiza el dolor y la orfandad con que se duele la tierra menestrosa.
Michelle Ascencio ha acercado al español esta creación purísima del idioma de Jacques Roumain a los clásicos de La Biblioteca Ayacucho. En un momento del prólogo ha resumido con holgura el “reconocimiento de los cielos vitales y de los cielos de la naturaleza (los del cuerpo herido de Manuel y los de las nubes abiertas), sagrado reconocimiento del simbolismo que mantiene en un mismo sistema solidario al hombre y a la semilla, a la mujer y a la tierra, renovados perpetuamente desde el principio del mundo”.
Luis Alberto Crespo