Enrique Bernardo Núñez: biógrafo de las esquinas, inventor de la crónica y escritura de Cubagua

Valenciano del mundo, samán de la Academia, crónica de impecable prosa, la grave postura, pretendiente de la narrativa, lejano, nacional y ecuménico, domiciliado en los periódicos, secretario de escritor positivista, funcionario de embajada, la sonrisa tapiada. Cualquier otro rasgo le fue insuficiente. Arrojó una vez al mar de Hudson los papeles de uno de su narrariva, no cejaba en su afán de perpetrar una novela que le pareciera eterna hasta que terminó de reescribir La Galera de Tiberio y halló a Cubagua, a la que motejó de “novelita” cierta vez en Margarita y en su esmerada soledad.

Así sería dable compendiar a Enrique Bernardo Núñez. Comenzó con Sol interior y sucesivas otras ficciones, pero hubo de esperar 1931 para dar con la narrativa de la isla con forma de pañuelo, cuya lectura apenas si fue motivo de alabanza mientras el criollismo de Doña Bárbara cundía y contagiaba el género en historia nacional contada como anécdota de nuestras guerras, nuestras enfermedades y un lejano tufo a hidrocarburo. Mientras ese recato en el nombramiento de su obra maestra esperaba la abundancia de que hoy goza, transitó las galeras de la de la escritura pública donde contó la vida de las esquinas de Caracas, el pueblo de los techos rojos e hizo recuento de nuestra civilización del cacao o del embrollo de nuestros límites y se tardó -para nuestra fortuna- en profusos ensayos de perfecta confección y hallazgos acaso descuidados de nuestro ayer.

De aquella breve pero de inagotable excelencia que es Cubagua, la historia real y fingida reservó para mañana el modo de inventar una escritura de planos encontrados, el tiempo de una anécdota escondida en la superficie, el destino de un fraile cuya seña de identidad no soporta su devenir en hechizo y en intemporalidad. La perla de aquel suelo prometido al desafuero de la pesca de la almeja sería, a la par que personaje, excusa para pergeñar un estilo, que como el de Ramos Sucre, escapó al mero recuento de la memoria histórica y la emoción.

“Don Enrique” lo llamaban cuando pasaba por las redacciones y los corredores del debate de la lengua y el olvido. Nadie fue más serio y saludado con pundonor. Allá va la prosa pura, la perfección en el idioma, la eternidad de nuestro pretérito y sus escombros, decíanle a su paso en tanto viviera su achaque de escritor, por decir necesario, a esa manera moral suya de cumplir con la averiguación de quienes fuimos Venezuela y su desconcierto.

En verdad que fue poco atento a aguardar por el reconocimiento de esa delgada novela con la que fundara nuestra modernidad narrativa. Persiguió la libélula vaga de una escritura perfecta siendo que ya Cubagua le había concedido esa ansiedad y como somos tan fervorosos en acallar las virtudes de nuestros semejantes duchos en la creación de la página escrita y cuando no del comportamiento inobjetable, Enrique Bernardo Núñez prosigue entre nosotros atento a su recato, ofreciéndose a la confidencia de la crónica, como il miglior fabro en inacabable copia, narrador de las esquinas y de tantas vecindades de varia vastedad, autor silencioso de un libro silencio de nuestra única obra maestra a la que la Biblioteca Ayacucho orna con su incorporación y que no termina nunca en su lectura que tardara siglos en agotarse perecedera.

Luis Alberto Crespo

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