Allá en Ecuador lo perpetúa su estatua viviente de precursor de la Independencia del pueblo de los volcanes y de toda la América antiespañola. Mientras tanto, del otro lado del Proceloso, nuestro generalísimo Miranda recorría la Europa de los poderosos de palacios, los salones, las caseras, la espada al cinto y la erudición en la sien, para que escucharan y se aliaran a su clamor por liberar a nuestro Continente de la usurpación hispánica.
Eugenio de Santa Cruz y Espejo, él, obedecía a pareja vehemencia e igual tenacidad, pero trajeado de civil, científico, médico y más aún pedagogo y más aún mordaz, el verbo de estilete, heridor de herida abierta y fatal. Todo ello sin ceder un ápice al enemigo, al que disfrazara con seudónimos para esquivar el parapeto inquisitorial y la cacería de los capitanes generales, los comisarios de palacio pudiendo así, con holgura, arrostrarle a ciertos encapuchados de su invención (Blancardo, culpable de la ignorancia ecuatoriana o Morillo, de pensamiento e ideas de tiniebla y hasta él mismo, mal escondido tras la máscara de un tal Perochena o si no un susodicho Nera) todo su avío de sabihondo, nutrido de iracundia anticolonial contra la pacatería pedagógica quiteña, la nuca rendida del lacayo sumiso y las intromisiones de la Compañía de Jesús en las graduaciones presuntuosas de sus alumnos, la oratoria de abalorio, el rosario de los calcules inútiles de la aritmética y la ignorancia bochornosa de sus compatriotas hasta en la misma intimidad domiciliar, la pretensión clasista del miriñaque mujeril y la hopalanda de funcionario de corona y sinecura.
Arciniega, colombiano de Latinoamérica, no escatima su loa al genio irreverente e independentista de Eugenio de Santa Cruz y Espejo, cuyo ideario abrevara en las páginas y en el pronunciamiento de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, saludando en la pared postrera del tomo de los Clásicos de la Biblioteca Ayacucho a este adelantado de la independencia, a este “precursor “ , hijo de indio quechua y de mulata manumisa, del que da noticia, con minucioso acierto, el prologuista Philip L. Astuto, quien levanta. a la altura de las obras imperecederas del pensamiento continental, títulos como El Nuevo Luciano, Marco Porcio Catón y La Ciencia Blancardina. “Tomó la pluma para enseñar y reformar, no para deslumbrar”, advierte.
Sólo que -nos atrevemos a observar- hay vidas que dejan un ayer en su obra y en su ideario de perenne lumbre: el de la enseñanza como un campo de batalla. Su maestro se llamará -se llama para siempre- Eugenio de Santa Cruz y Espejo.
Luis Alberto Crespo