Joaquín García Monge: Una vida íntima en la inmensidad

Costa Rica limita con los colibríes y con las mariposas y su geografía humana con un ser que se asemeja a la naturaleza misma del país donde naciera en 1881, modesto, apartado, esquivo a la ostentación y el aspaviento. Nadie, en su patria, se asemejó tanto a su conducta. Vivió entre libros, dispersados -dicen sus próximos de afecto y admiración- a la cañona, en el silencio monjil de su morada. ¿Qué hizo este raro de las letras, la ficción literaria y el pensamiento?  No fue muy abundante este su quehacer narrativo. Sus libros no llegan a contar cinco dedos, pero lo que dicen es vasto, sobrepasa el tamaño de Costa Rica, alcanza la perpetuidad de su valer que no sólo la cedió a la vida nacional sino la aventó a toda distancia donde las ideas humanísticas y más el énfasis con que fueron -y son- difundidas en el ámbito hispanoamericano nominan largo y bastante el destino de Costa Rica y del mundo.

Si su obra literaria fue breve la de su palabra y su recado anímico pasman: las cedió a los suyos de innúmeras manera: en la disertación, la vivacidad de las ideas sociales y pedagógicas, en la propagación de los principios éticos y la postura justiciera, porque fue feligrés de los reclamos contra la ignominia que mordía a la clase menesterosa, afrentando a los gamonales, a la Iglesia y demás amos de la vida material y moral que lastimaban al campesino y al obrero. Abrazó la causa de la enseñanza escolar donde avizoró la redención total de la clase popular así burlada y herida. Su ideario fue el del anticolonialista. Logró sorprender la malechuría del imperialismo, militó en la obediencia del socialismo sin prestarla a ningún color banderizo, atento más bien al fervor martiano y bolivariano de la defensa y práctica de las soberanías americanas.

Pronto, desde su mocedad,  buscó la alianza de las figuras resaltantes del pensamiento continental y más allá al inventar una revista de revistas, El Repertorio Americano, en cuyas páginas cedió hartas veces su desvelo por la vanguardia  del humanismo que presidían -junto con él- Blanco Fombona, Rubén Darío, Henríquez Ureña, Alfonso Reyes,  Hostos, Neruda, Miguel Ángel Asturias y allende, Unamuno, Lorca, Alberti, Waldo Frank,  Romain Rolland, Henri Barbusse; y frecuentó el anarquismo de Kropotkin

Participó en congresos sobre la paz, en los encuentros con los artistas y escritores revolucionarios y las federaciones de ideas hispanoamericanas. En su prestigiosa revista defendió la República Española, el pacifismo de Gandhi, la causa palestina, la independencia de Puerto Rico. En resumen, fue un antifascista y no cedió una sílaba de su dignidad a la oligarquía.  Sus dioses fueron Bolívar y Martí.

Este hombre “de extraña humildad y sencillez, de hábitos monacales”, como señala Álvaro Quesada Soto en la trastienda de la edición de los clásicos de la Biblioteca Ayacucho, prologado por Flora Ovares, no se libró del desprecio de cierta canalla costarricense: sufrió la dictadura de los hermanos Tinoco, asesinos de periodistas y padeció el extrañamiento de su tierra. Más tarde, en tiempos menos oscuros, los del Congreso corrieron a buscarlo para ofrecerle un curul y él dijo que no. “Yo no hice lo que hice para que me premien”. Tampoco quiso que lo mencionaran para el Premio Stalin de la Paz.

Escribió algunas novelas breves y un mazo de cuentos, en los que le rindió pleitesía a Zola, a Gorki, se confeso seguidor de la novela social. Una de sus novelas El Moto, propició el inicio de la narrativa  costarricense.

Un día se fue a morir.

“Siento que me consumo”. Siguió leyendo tras las paredes de su arcadia y fue 1958 cuando lo detuvo la vida para otorgarle la orden de la perennidad.

 

Luis Alberto Crespo

 

 

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