La escuela imposible de Simón Rodríguez

No; no fue a visitar a Manuela Saenz, achacosa, casi mendiga, celando un baúl con agobio de epístolas desvaídas no supo de esa llegada ni hubo encuentro de dos soledades nunca. Pobre, vendedor de velas, pulpero, rayano en la indigencia, anduvo Simón Rodríguez (ya se había negado a seguir llamándose Samuel Robinson) por los países del sur, mientras Bolívar moría en San Pedro Alejandrino y una bala derribaba a Sucre, el último sueño de la Gran Colombia.

Desde aquel adiós para siempre de 1797, cuando escapara de las garras del gobierno colonial, acusado de apoyar a Picornel así como del proyecto de república de Gual y España y desautorizado como fuera por el Cabildo caraqueño de proseguir su incomprensible proyecto educativo, Simón Rodríguez no regresaría nunca más a Caracas, a Venezuela toda, como hiciera Andrés Bello pero por razones políticas y pedagógicas muy diversas.

El temor a la ergástula y al martirio y la derrota sufrida de la invención de su escuela rousseauniana determinaron ese destierro, que interrumpiera la repatriación de sus huesos desde Amotape hasta el Panteón Nacional. El crepúsculo de los años ochenta detuvo al empedernido andariego, aquel pasante considerable que fuera Rimbaud imaginado por Mallarmé. Los caminos que desandara el inefable maestro de El Libertador lo alcanzaron en la Europa de José Bonaparte, el reinado soso de los borbones, los fracasos liberadores de Miranda, las patrias bobas de nuestras repúblicas y las hazañas bélicas de su ardoroso, su frenético discípulo.

Tramontaba Simón Rodríguez pueblos, sociedades, grupos varios, culturas, abriendo y cerrando escuelas, de continuo incomprendido, cuando súbito dio con el joven Bolívar viudo y mundano. Sarcástico y sentencioso profesaba obsesivo fervor por el Emilio de Rousseau (que encarnara aquel Bolívar adolescente) y proponía un modo pedagógico radicalmente desusado entonces con el que fracasara, ay, justo durante sus días en Bolivia (entonces Chuquisaca) al que adversara el Mariscal Sucre sugiriéndole a Bolívar que lo desautorizara como Director e Inspector General de Instrucción Pública y Beneficiencia. Simón Rodríguez aspiraba a que naciera allí, en la nueva república encumbrada, una escuela nueva.

La muerte de Bolívar y el derrumbe de la Gran Colombia hicieron el resto y la escasez monetaria. La gran papelería y su desorden conocieron nuevas errancias, se asemejaban a su vehemencia y a la profusión de su enorme saber. Con ese agobiante alijo de hojas extrañamente escritas y su biblioteca babélica desembarca en América. Es 1823. Va en busca de Bolívar. El encuentro es memorable.

Ha escrito su obra eterna: Las sociedades americanas. El sueña con que una educación popular en la enseñanza y la labor manual, el ejercicio vario se aliaran, en síntesis el goce de la ciudadanía, el sistema educativo para la América libre de colonialismo. Lo amargaría la respuesta que recibe de los gobiernos del día siguiente de Ayacucho. Entonces habló ensombrecido: “Por querer enseñar más de lo que todos pretenden, pocos me han entendido, muchos me han despreciado y algunos se han tomado el trabajo de perseguirme; por querer hacer mucho, no he hecho nada, y por querer valer a otros, he llegado a términos de no poder valerme a mí mismo”.

Amó sin desmayo y tenazmente la educación primaria y una escuela que se hiciera eco de la patria política y sin fronteras con la que se batiera su discípulo y lo llama el Sócrates de Caracas. Aún, en estos tiempos de reivindicaciones sociales y de rescate de nuestra soberanía nacional y latinoamericana, el magisterio de Simón Rodríguez abre las puertas de su escuela de barrios, de la enseñanza del común, de su utopía y pronuncia su credo de soñador:

“Una revolución política pide una revolución económica… para hacer repúblicas es menester de gente nueva”, leemos en las páginas del tomo con que lo consagra la Biblioteca Ayacucho. Para medir el alcance de su perennidad, el filósofo nuestro García Bacca, lo exalta y medita en el prólogo y copia las palabras de Bolívar cuando con denodado entusiasmo nos presenta a su maestro como “el hombre más extraordinario del mundo, el filósofo cosmopolita”.

Luis Alberto Crespo

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