Fue un niño hasta para morir; y vivió hasta el final de su inocencia, un 28 de diciembre, como ahora, como hace poco. Fue Canoabo, el villorrio donde naciera, de hojas sudorosas con relente a café y suena el ave quinquina y el trueno es un leopardo entre las nubes.
La vez que el pueblo determinó loarlo, habló con un poema suyo: te amo infancia, te amo, desde el púlpito de la iglesia, próximo a una figura de Jesús, obsequio de su padre al pueblo, desde que viniera de Vibonati, la Italia del mar Tirreno y de las ovejas blancas como la nieve remota. Afuera, la voz del poeta se cernía sobre los campesinos y los arrieros que ese día ofrecían en la plaza los frutos de sus labrantíos y pastoreos. Las recuas, ya liberadas del achaque de las cargas, se adormilaban bajo los yagrumos y los caobos más añosos.
Te amo infancia, te amo, se escuchaba sobre la gente y los animales entre los ventorrillos color de auyama, de banano, chirimoya y legumbres, como un eco andariego por las montañas de Montallban y la nemerosa Urama que vivía sus últimos tiempos de floresta bajo las garras del tractor y los asoladores del verde.
Juraría que en el transcurrir de esa celebración a la intemperie del clima y del afecto, Vicente Gerbasi transitaba, con su voz de arena fina y roce de penumbra, todo el libro de los espacios cálidos y revivía, página a página, un nuevo despertar bajo una luz de conejos.
Cerca transcurría el riachuelo y duraba perdida la tumba paterna.
El traje blanco del poeta acentuaba su mirada paseándose entre los suyos. Siempre sorprendía su lejano andar pausado, como si aún transitara por algún país de sus errancias, Israel, Dinamarca, Jordania o Firenze, la Florencia de sus tiempos de escolar y de las lecturas del poeta campesino Giovanni Pascoli, la cabra con rostro semita de Umberto Saba y el castigo ominoso de Ugolino de Pisa royendo (infinitamente, dice Borges) la nuca de Ruggieri degli Ubaldini en unos de los últimos círculos de La Divina Comedia.
De esos viajes a la memoria de la infancia, las aulas, las lecturas en el idioma de sus ancestros y su deambular por la tierra entera provendría su obra mayor, mi padre el inmigrante, la elegía a Juan Bautista Gerbasi y al juntamiento de dos geografías arraigadas al fervor por un país y por una región, evocación y sentimiento de un indistinto destino, el del adiós a Vibonati y a los buenos días del arraigamiento a Canoabo. Canto terrestre, locus amenus, elocuencia de endecasílabos libres, blancos, dos mundos se juntaron en un lenguaje cuyo objeto en cada estrofa es el del despertar de la poesía.
Desde entonces, vale decir, desde Los espacios cálidos y Mi padre el inmigrante, Vicente Gerbasi anduvo atento a la escucha de las voces de la fidelidad a lo más puro del vivir: allí donde se dan, indistintas, memoria y celebración por todo lo vivido y visible, casi inalterado por las imágenes. el recuento de lo precioso, así en la tristeza como en la dicha, con la tierra y el cosmos como una sola y misma geografía. Nunca distrajo su quehacer de tal conducta instintiva frente o lo real y lo invisible, entre el lenguaje y la motivación. Luminoso hasta para vivenciar lo sombrío, la claridad de su obra es un inmóvil mediodía, así en la tierra solar como en la noche de los astros. En él todo lo sentido es una reconciliación con la herida, toda pérdida un dolor festivo.
¿Cuántas veces, en su escritura, la poesía, su poesía, no fue confesión del primer asombro de la inocencia?
Francisco Pérez Perdomo, el poeta de lo fantástico y lo nocturno, durante el prólogo que escribiera para la edición clásica de la Biblioteca Ayacucho, donde reúnase la obra poética de Vicente Gerbasi, precisa sus cualidades contemplativas, las cuales lo prestigian y dan relieve en la poesía venezolana de todos los tiempos y de todo ámbito: “Gerbasi-observa-concibe al poeta en ese estado de éxtasis frente a la belleza de la naturaleza. Y como poeta panteísta, en su elevación casi mística, encuentra en los misterios de la naturaleza la presencia de Dios”.
Bastaría, para confirmar lo dicho, con leer Diamante fúnebre, la conmovedora elegía a la esposa, obra de un hondo contenido religioso, cristiano y crístico, desde que inicia su rezo luctuoso con la señal de la cruz hasta la lágrima perlísima.
Vivió y así murió, siempre sorprendido, siempre inocente, la mirada en los astros y en tierra, como una sola y única región habitable: la del hombre, la del ángel.
Luis Alberto Crespo