Stefania Mosca: Una escritura color de oro

Cuando Gonzalo Ramírez levantó el cuerpo caído de Stefania Mosca camino a su siembra  yo vi como si ella volara, lo sentí. ¿Por qué ocurrió tan pronto ese derribo, justo cuando mi amiga perfeccionaba su lucidez de ensayista y su imaginario, esa prosa donde los personajes que viven de lo real divagan entre persistir y saberse vencidos mientras la vida los trata con rudeza y con maltrato, reunidos allá afuera, en sus espacios de acoso cotidiano, solos o en lo difícil de persistir siempre con tropiezos , con soliloquios y mal encuentros, en cualquier lugar visible de ciudad y vacíos logrado con aguzados trazos donde el ayer los junta y los desconoce, sin conseguir entenderse, inexpresivos o agobiados por una realidad de confinamiento y de desalojo, inventados por una anécdota que el tiempo espera para desfigurarlos durante sus confidencias, no sabemos cuándo, en este instante, nunca, como en la desmemoria o el olvido, actores en un mundo de aguzados rasgos,  hecho con trazos de perfección y de estados de almas?

Cada vez que leemos su obra, las novelas, el relato y asistimos a un escenario  circense de pequeño mundo, de seres cotidianos y banales, o nos colma su lucidez de ensayista, su voz de protesta frente a lo inane y su loa ante la ilusión y la esperanza, afanosa siempre en mostrar aquello que nos realiza y nos asuela.

Anduvimos juntos en sus ficciones y sus meditaciones, fuimos con ella responsables de sobrevivir a la mediocridad y a la pequeñez en procura de conseguir la realización de un ensueño, el del arte de la irrealidad y el raciocinio. Pudo concluir el muy cuidado resultado de sus insomnios, esa labor incansable suya de narradora y de intérprete de la escritura ajena y lectora de nuestro acaecer. No quisimos nunca que ocurriera su derribo, como esa vez en que el mal la  mordiera, a los 51 años, un martes, un martes insoportable.

No le bastó su paso por la academia, su aislamiento de escritora: fue a buscar al país que se abraza a su destino común, el de la utopía realizable o posible, lugar de iguales, de justicia y rescate de un negado derecho a la redención social.

Hoy, que es marzo, ocurrió esa caída suya que nos enluta, pero nos sosiega el lenitivo de Ingeborg Bachmann, la novelista y poeta austríaca, la amada del lastimado Paul Celan, cuando nos advierte que todo lo que cae tiene alas. Ahí, en lo más elevado, persiste así, levantada, la nostalgia por Stefania Mosca, su ser, el regalo de su ars, muy vivos, como todo lo eterno.

Luis Alberto Crespo

 

 

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