Ciro Alegría: Una tierra con olor a hombre

El ladrido de los perros no dejaba tranquila la imaginación de Ciro Alegría. En su infancia los oía como si fuera la voz de lo oscuro. Después se olvidó de ellos, los alejó de su recuerdo. Una grave enfermedad los revivió en el lecho del hospital donde luchaba contra la muerte. Su memoria flaqueaba. ¿Cómo hacer para recuperarla? Los perros, desde el pasado, volvieron a la ladrar a lo lejos y él los oyó desde la ventana del hospital peruano. Jamás olvidaría el escritor de El mundo es ancho  y ajeno la sugerencia de su médico de que reanimara su lastimadura escribiendo. Entonces el paciente prestó oído a los ruidos de la calle: en algún lugar unos perros oscurecían más la noche y no tardó mucho en inventar Los perros hambrientos, con el que obtuviera el entonces prestigioso premio Zig-Zag de Novela auspiciada por Chile.

Fue pues el novelista en busca de sus héroes por los campos de su país y allí estaban atentos a Antuca, la pastora de ovejas. De seguidas les dio los nombres con los que ladrarían durante las páginas de su libro de convalecencia:

Zambo, Wanka (quien persistirá como emblema de fidelidad y símbolo de animalancia humanizada) ; Pellejo, Chutin, Gueso, Guendiente, Mañu… A vuelta de hoja, en su oficio de enderezar las dispersas ovejas y devolverlas al redil, los perros comenzarían a remedar nuestras virtudes y miserias, según las enseñanzas de sus amos, pastores de vida mansa y bandoleros de vida airada.  

Obediente a la narrativa de esos días (la novela fue editada en 1939), el estilo de su lenguaje aliaba la escritura docta, vale decir, literaria, con la oral, la del habla popular, campesina. Y así se tejió la anécdota de esos perros por la fría puna peruana, sus vidas sin más reposo que no fueran el mendrugo de la pitanza y el mezquino sueño. Su origen era pobre, como pobres sus amos, campesinos si no, tal Simón Robles, el criador de algunos de ellos, los más míticos, como Gueso y Wanka, con cuyos ladridos concluye la novela ; o como el indio Mateo Tampu, el personaje que da relieve a la protesta social y político que es trasfondo de Los perros…. y el cual se apresta a cobrar presencia definitiva entre los indios y cholos, humillados por la injusticia social de los terratenientes y la canalla de colones que frecuentan El mundo es ancho y ajeno, la otra obra señera de Ciro Alegría.

El realismo, la confidencia de región y habla puneña nunca distraen a su autor. De ellos se vale para privilegiar el amor al animal que mueve indistintamente los sentimientos de dulzura del pastor y los del bandolero; y más aún para mostrar el martirologio que sufre el legendario instinto canino de amistad a quien le da de comer y pasa la mano por su cabeza.

El maniqueísmo ha elegido a Gueso para justificar la mudanza de amo del animal: la misma prueba de fidelidad que cediera al pastor la ofrece al bandolero que se lo arrebata. El amor es ciego, reza el lugar común. Esta vez se cumple en la nobleza de Güeso, quien no distingue entre la obediencia a la pastora y a la del facineroso y tanto que alcanza los límites del martirio.

Ciro Alegría-como Rulfo, como Arguedas y el otro Arguedas, Arístides-  vive hoy la eternidad de los escritores que buscaron en el hombre de tierra la ficción de la novela social, el del manoseado costumbrismo que le endilgan los críticos o de color local con que pretenden disminuirla, a la que por fortuna suelen atribuirle otras virtudes, como la del buen gobierno de la estética por sus aportes a la belleza linguística, a la poetización del lenguaje, a la escritura de región y-¿por quér no?- a la misma modernidad, así, sin otro apellido valorativo, no pocas veces empobrecedor.

Qué parecido a la humana condición del hombre-torrente y charco de nuestro ser-transcurre por las páginas de Los perros hambrientos. Para probárnoslo, Simón Robles, el criador de los perros  ovejeros, ve llegar a Waka (la madre, la pacha mama canina, humedecida la lluvia que devolviera a los campos sedientos la vida al trigo y a los campesinos la esperanza), única sobreviviente de tanta malevolencia del cielo y del amo avieso y matarife:

 “¡Wanka, Wanka, ven!-dijo.

Avanzó la perra a restregarse cariñosamente contra el Simón. Este le palmeaba los huesudos lomos, llorando.

-Wanka, Wamkita, vos sabes lo ques cuanduel pobre yel animal no tienen tierra ni agua…Sabes, y pueso has güelto…Wanka, Wankita…Has vuelto como la lluvia güena…

Y para Wanka las lágrimas y la voz y las palmadas del Simón eran también buenas como la lluvia.

Pocas veces, en la literatura de estos lares, la tierra despidió tanto olor a hombre.

 

Luis Alberto Crespo

 

 

 

 

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