En busca de Juan Liscano

Gómez atardecía cuando el joven hijo de Clementina Velutini Couturier (amiga íntima de Teresa de la Parra) y Juan Liscano (autor de un novelín y de algunos escritos de  exaltada francofilia) llegaba a Caracas después de sufrir internados en Suiza y en Francia y la muerte de su segundo padre, guía de su futura personalidad, el doctor Chacín Itriago. “El francesito” o “el musiú, le motejaban sus primos. El recién llegado cumplía con esa ausencia el capricho de sus progenitores de formarlo en la enseñanza foránea mientras Venezuela vivía la edad media del régimen del mílite de la Mulera, la ergástula, la tortura, la muerte, el ministerio positivista y la conseja “Viva Gómez y adelante”.

¿Quién fue en ese entonces el nieto del general José Antonio  Velutini (ministro de Guzmán y de Crespo, hombre de Estado y diplomático) y de Clementina Couturier (¿una abuela sin sonrisa)? Era un adolescente confundido que había leído a Doña Bárbara (y pronto huérfano) en el encopetado colegio francés la Roche cuyos compañeros de estudio le preguntaban, ante su estupefacción, por la anaconda y los tigres del trópico, sin avizorar que esa biografía salvaje de pupitre sobre el país de Cuartel Viejo a Pineda y de la familia de banqueros de donde provenía, avivaría en él un sentimiento de culpa por el desconocimiento de su tierra, el cual marcaría el inicio de su destino, tras cuya búsqueda emprendería a poco rato de su arribo bajo la advertencia de los Velutini del peligro con que lo aguardaban los caminos, la manigua envenenada de serpientes y de asaltantes, por lo que lo animaron a calmar su vergüenza en la cercana Colonia Tovar, refugio de familias alemanas y esbozo de  la escritura de ocho poemas, su despertar literario.

A ese bonachón y manso tramonto del país desconocido seguiría el descubrimiento del alma popular de los afrodescendientes de la costa norte de Venezuela con el registro -en un utensilio asaz primitivo- del ohé ohé, el tambor, la danza  de las fiestas de San Juan y pronto la amistad con folcloristas y memorialistas de los ritos religiosos y sensuales de los equinoccios y solsticios del aledaño mirandino.

Fue esa primera imagen del Juan Liscano que luego conociera largo nombramiento en nuestra historia cultural y literaria. Ya se encargaría de evocarla personalmente el entonces bisoño escritor con el énfasis de que fuera ducho durante las numerosas confesiones de su avatar, como solía llamar al hado con que lo marcara para siempre la impronta de su obra poética y ensayista, la lírica y la meditación sobre el ser nacional y universal durante la angustia por encontrarse así mismo, así en la escritura como en la múltiple actuación de testigo y partícipe de nuestro devenir.

Desde sus lejanas andanzas tras la memoria del ánima mundi nacional hasta su último suspiro, Juan Liscano persiguió la búsqueda de una consciencia ansiosa por ceñirse a su controversial ideario humanístico sometido al pragmatismo reflexivo y al reclamo de la vivencia de una muy personal gnosis de estética literaria y de ética del eros, entendida en su doble significado: la averiguación personal y el ofrecimiento a la vida político-cultural de Venezuela, bien que sin respuesta de quienes esperaba  alianza, estrecho vínculo  (“la generación del 60 nunca me aceptó como ductor”).

Cumplir con este su debate interior y reflexivo colmaría la ansiedad de servirle al país, cuya satisfacción hallaría cuando convocó nuestro imaginario popular en el mítico encuentro de las culturales nacionales en el Nuevo Circo capitalino, a finales del breve gobierno de Rómulo Gallegos. Alguna vez se atrevería a confesar, en una entrevista con el poeta Alfredo Chacón, que no dudaría en soslayar toda su obra literaria para privilegiar ese encuentro de Venezuela consigo misma en 1948.

Pocos hombres de letras fueron tan confesionales como Juan Liscano, tan fiel a su controversia personal y humanística, a su varia obra poética y meditativa. Con frecuencia refirió esa contienda (título de uno de sus libros, harto alegórico  de su filosofía existencial) cuando ponía en evidencia el enfrentamiento de la logicidad y del instinto que lo desvelara (con asidua insistencia) la azarosa consecución de su ser pensante y emocional en el devenir poético, intelectual y personal.

El énfasis y la sinceridad  acompañaron su conducta en el debate político-cultural de aquellos difíciles años sesenta del betancurismo, la represión y la lucha armada en las montañas.  Con franqueza expresó disenso frente a la izquierda violenta, acudió puntual a la discusión ideológica, pero nunca se distrajo de su obra lírica y ensayística, al tiempo que difundía la de los jóvenes escritores en una editorial de su invención y en las páginas de su revista Zona franca.

Una revisión de su creación poética y reflexiva revela una sinceridad conmovedora en la confrontación de su alma con el espíritu y en la desesperación por conciliar la razón con la emoción, la mística del cuerpo y de su goce erótico con su  misterio. Buscó con denuedo el dios de los gnósticos, el oriente de los quietistas, la poesía libre del excesivo sentimiento y complacencia llorosa y de nuevo fue sincero consigo mismo, como en aquella indispensable y minuciosa conversación que sostuviera con Arlette Machado en el libro El apocalipsis según Juan Liscano donde se acusó de egoísta, equivocado, vano, contradictorio, “individualista y  con un relativo sentimiento de la fraternidad”,  temeroso de traicionar su pasión americana (tan largamente ilustrada en su nerudiano canto de Nuevo mundo Orinoco), su preocupación latinoamericanista y su defensa de la feminidad.

Fue, en definitiva, un escritor solo, acaso su soledad se ocultaba tras la fama circunstancial que siempre lo acompañó, enmascarada por la incomprensión que padeciera su obra poética (“he sentido muy poca generosidad en Venezuela”), a la que tratara mal no pocas veces y rescatara algunas, como  La edad oscura  (en ella privilegió un poema, “uno de mis mejores poemas”) y Cármenes (a la que calificó de exorcismo amoroso, “una presencia femenina dislocadora, devoradora, desordenada”).

No quiso nombrar a Dios en demasía (“siento una necesidad imperiosa de Dios”) y sospechó su presencia en el debate con lo perpetuo, con la angustiosa infinitud.  Creyó poco tiempo en Krishnamurti y mucho en la deshumanizada civilización del consumo y la amenaza atómica. Sí, en lo hondo de su ser, fue alguien aislado, en busca de un diálogo profundo sobre el desencanto y el alma desértica del hombre contemporáneo. Gnóstico, guardó fidelidad al maniqueísmo, al vínculo erótico como vivencia sensual del espíritu y a la eternidad transfiguradora de los budistas.

No lo dijo, pero presintió con suspicacia el final de su existencia en el polvo estelar del infinito. “¿A dónde iré luego?”, parecía preguntarse en la entrevista de marras. Una noche frente al mar de Mochima hojeando el recuerdo de su obra recogida por la Biblioteca Ayacucho, Gustavo Pereira me preguntaba mientras titilaba una estrella: «¿Será Liscano?» Acaso fuera el verdadero, el que finalmente se encontró consigo mismo.

Luis Alberto Crespo

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