Era Elorza. No importa el año. Era verano. Era Apure, esa raya tensa sobre el mundo. Era un capitán del ejército, delgado, empinado, la mirada del tábano, esa mosca que desespera a los potros. Era un pueblo diverso: llaneros de soga al diestro, el estribo en la verija del pie y gente de todo oficio. Una casa, en torno a la plaza, apretada de hombres frente a la frontera indistinta: bastaba pasar a una habitación para estar en Colombia. Ninguna tierra fue tan impalpable. Hoy, ese día, se cantaba la fundación del pueblo que amparaba un santo, una virgen del cielo. El cantor Eneas Perdomo preparaba ya con la voz y el imaginario su eternidad cuando entonara el pasaje Fiesta en Elorza. El Arauca, allí mismo, fue siempre río de lanceros y del caballo rucio nadador porque nunca se ahoga, dijera Páez, el otro, el fajinoso mayordomo de los Pulidos barineses, el guerrillero, bueno para la emboscada de Mucuritas y el barajuste de Las Queseras del Medio.
¿Qué ocurre en esas soledades donde sopla tanta tolvanera? La calle, que mucho ama el horizonte y el infinito en todo, es escasa: los celebrantes del cumpleaños de marzo no caben en el polvo y en la luz encandelada de las doce: el capitán de marras ha convidado a los vecinos (hay indios guahibos de talante impenetrable bajo los palmares y el parapeto de ventorrillos). Quiere evocar el comandante a un héroe nacional cuyas hazañas ha heredado él, su biznieto, con su postura, su arresto de inclinar el hombro a la menor garbo o vehemencia, dijo su tía abuela en una conversación de Villa de Cura. Se llama -lo recuerda el ayer memorioso- Pedro Pérez Delgado. Una foto en la casa de la ancestra villacurana, lo enseña recién bajado de la mula, las ganas de rabiar contra Gómez que le ordena su jefe, Arévalo Cedeño, mientras sujeta la bestia marmoleña.
¿Qué quiere el nervioso capitán, la sonrisa presta a entusiasmar al más desconfiado (es rictus del sabanero)? Ha determinado celebrar a su bisabuelo, mitificado en una biografía por José León Tapia, quien lo ha salvado del calificativo de bandolero y cuchillero con que lo traiciona la inane historia. La enjuta plaza (el busto de Bolívar cabe en la cuenca de la mano) se ha vestido esa mañana con ropa variopinta y de sombrero. Los elorzeños han venido a escuchar al espigado hombre de charreteras y traje de campaña. Un silencio (ese sonido que es domicilio de la lejanía) calla el rumor de los invitados. Entonces el joven militar busca la pequeña sombra de El libertador y pone a viajar la mirada en procura de lo más lejos, no se sabe dónde, y elije lo rotundo de su voz. Ha desdeñado cualquier papel para su discurso y entona el corrío a Maisanta, que así nomina su leyenda al biografiado, recién adornado así en el título del libro y el cual fuera grito de valentía del guerrero. El verso es invención de Andrés Eloy Blanco y es elocuente, como todo corrío llanero. Elocuente y bastante de confidencia, pero quien se ha dado a recitarlo ha confiado en su memoria.
Los oyentes se muestran estupefactos.
No se place el Capitán Chávez en demostrar sus dones memoriosos ni en probar su fervor por la nostalgia que acentúa su talante entre grave y emocionado. Quiere también hacer de esos versos la metáfora de su voluntad de soñador: el juntamiento de Venezuela con Bolívar en un lazo indisoluble como ese que tramolean los sabaneros para atajar al viento entre los cuernos de la res desmandada. Entre la rima del poema de Andrés Eloy transita toda una noticia de rebeldía, pero mal puede avizorar siquiera el recitante que un día, bien pronto, las rimas del poema advendrían proclama, gobierno del venezolano indistinto, el de la tropa y la del hombre civil, unidos por la utopía bolivariana, que aguardaba desde 1830 para revivir el socialismo por el que suspiraba su espada y su frente.
La copla sin nombre, escrita por los caminos, el sol y el chubasco, siempre fue la forma poética de elección del capitán las veces que pregonaba el régimen sentimental de su rebeldía. Los octosílabos hablaron con el principio y fin de sus discursos y sus arengas donde el nombre de Bolívar lo asistía en su afán escolar de educar al gentío que lo escuchaba. No se contentaba con copiar los versos del cabrestero anónimo: Alberto Arvelo Torrealba le cedió una y muchas veces los versos donde El Libertador cruza lo invisible en busca de una Venezuela sin dueño ni amo, ella y muchas en una misma soberanía. Yo lo escuché cierto día elegir una copla de Arvelo Torrealba en la que pregunta por el destino de nuestra historia:
No sé si es lo inmóvil el potro
o lo fugaz la llanura
Lector y cantor de coplas fue Hugo Rafael Chávez Frías, esa forma del verso castellano, el de la cuaderna vía, con que comenzamos a hablar nuestro idioma de resistencia emocional y pensadora. Han dicho verdad los pensadores de la poesía ,como los filósofos Jankelevitch y Heidegger, cuando afirman que la poesía es esencia humana, que todo lector de poesía es un poeta y lo refrenda el lírico polaco Rosewicz quien advierte que poeta es aquel que escribe versos y aquel que versos no escribe; también lo legitima Paul Celan, mártir de sí mismo, cuando asevera que la poesía funda lo permanente, tal el sueño de este romántico de la revolución bolivariana desde aquella mañana de Elorza en que su memoria confirmó que ser poeta no era sólo un don sino un modo de ser, una conducta humana, personal y de todos.
Nadie fue poeta diciéndola tantas veces como aquel capitán de pueblos que hoy nos habita.
Luis Alberto Crespo