Antonio José de Sucre: aquel disparo que mató a Bolívar

En Berrueco ya no vive el bosque, no se alza ya la selva que esperaba a Antonio José de Sucre detrás del fusil de un oscuro falconiano, regentado por la traición insoportable una mañana de 1830 que avivara Santander y la canalla militar que le negara a Bolívar la gloria y lo aventara a Santa Marta desconocido y frágil. Desde lejos se ve apenas el lomo de leona de la serranía y aún se mira el sitio triste del holocausto que Arturo Michelena eternizara en oleo imperecedero. El humo de la pólvora que derribara de su mula castaña al general en jefe de 35 años, cansado de guerra y elevado a los cielos inmortales del triunfo de Ayacucho, sirve de mortaja al cuerpo de un pequeño y grande dios, creador del fin de un imperio y aurora de la América bolivariana.

La inmortalidad lee todavía en un tiempo absoluto el parte de la violenta batalla que el General en Jefe cumanés dirigiera a El Libertador un 9 de diciembre 1824:

Ejército Unido del Perú, Cuartel general en Ayacucho, 9 de diciembre de 1824. Al Exmo. Señor Simón Bolívar, Libertador de Colombia, Dictador del Perú,

Exmo, Señor:

 El campo de batalla ha decidido por fin que el Perú corresponde a los hijos de la gloria. Seis mil bravos del ejército libertador han destruido en Ayacucho los nueve y mil soldados realistas que oprimían esta república; los últimos restos del poder español en América, han expirado el 9 de diciembre en este campo afortunado. Tres horas de obstinado combate han asegurado para siempre los sagrados intereses que V.E. se dignó confiar al ejército unido.

 Pero ¿quién fue ese joven oriental, que no ha mucho  dejara atrás la tarde de su adolescencia para ascender al mármol de las estatuas y al nombramiento de los hombres eternos? Hijo y ancestro de mílites, criado en la dura disciplina de los cuarteles, Antonio José de Sucre frecuentaba ya los quince años cuando recibió el bautismo del fuego de los combates. Asombra el apuro con que hacemos recuento de las charreteras que justificaron sus grados castrenses. No permite esta nota referir la confidencia con la debida minucia. Baste con hallarlo en 1817 en su decidida voluntad de seguir a Bolívar, en cuya vehemencia y lauro no desfallecería nunca. No se distrajo jamás en recibir los altos grados del ejército, temprano fue Mariscal, luego general de estrellas en el hombro ¿Qué lo respaldaba para lograrlo, a más del arrojo? su talante de estratega, su rigor de acero en el mando, su astucia, su inteligencia en la acción y su emoción en el triunfo.

El Libertador lo seguía a cada momento de muy cerca y con expresiva admiración. Nunca lo sorprendió su acelerada gloria.

Cuando en la aciaga hora en que un soldado le anunciara su asesinato anunciara el desastre de Marruecos mientras desfallecía en una hamaca bajo los samanes de San Pedro Alejandrino, su rabia triste dejó escapar su enlutada nostalgia. Le oyeron exclamar: han matado al Abel de Colombia; y dicen que murmuró sin decirlo. Era el fin de un sueño, el último día de la Gran Colombia.

La noticia de su vida lo dibuja como alguien incansable, presto a rendirle su vida al bolivarianismo, obediente a los mandatos de El Libertador, primero en el frente de batalla y último en nombrarse entre sus hombres heridos y caídos en el horror de los combates. Grave, obsesionado por la justicia, frío en la respuesta a toda desobediencia y cualquiera traición, allá va el muchacho mariscal, el general de la frente altiva, cercano de la sombra de Bolívar y ejecutor de sus mandatos, seguro era en sus acciones de los combates, pensador en las arremetidas, lógico en las astucias de los frentes de guerra, duro, inflexible ante cualquiera desobediencia y traición, dulce y comprensivo en el perdón, pero asimismo puntualísimo servidor en las diligencias civiles a que fuera encomendado,  desvelado inventor de proyectos educativos, atento civilizador, como lo probaran sus días de fundador y primer presidente de Bolivia, capaz, además, de disentir de ciertas decisiones de El Libertador, así fue el General en jefe Antonio José de Sucre, el dios Sucre, que una aviesa bala de Berruecos aceleró la agonía de Bolívar. Quien divisa hoy el bosque abatido o quien lo transita entiende hoy el ananké de los griegos, la fatalidad transmutada en destino: hoy explica la sobrevivencia del bolivarianismo en el espíritu de Simón Bolívar y de Antonio José de Sucre, esa víctima primordial que en estos días preside con El Libertador la resurrección de aquel sueño de Carabobo y de Ayacucho entre todos nosotros.

Luis Alberto Crespo

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