“Lloró demasiado”, objeta ese juez tan injusto que es el tiempo a la poesía de Amado Nervo; pero le perdonó su fervor a aquel poema a su esposa, Ana Cecilia Luisa Dailliez, inmóvil en su lecho de madera, “el estuche de muerte”, como le dice la norteamericana Susan Sontang, a quien nunca leyó. Hasta inventaron con su llanto una película parecida a esos versos enlutados del viudo, “el desconsolado”, de Gérard de Nerval, a quien sí frecuentó.
Ayer una multitud repetía el adiós a su amada y la hizo suya. Eran los días del nuevo decir romántico que corrigiera el último terceto de uno de los incontable sonetos de Rubén Darío, el protéico lirida, del que Nervo fuera puntual feligrés del padre del modernismo: “La muerte, la celosa por ver si me querías,/como a una margarita de amor te deshojó”
Al nacer llamose, con largo nombre en su vida civil y brevemente en su poesía, Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo y Ordaz, mexicano de Tepic, Nayarit, (provincia poblada de pocos charros y mucho despecho), sin avizorar jamás que su larga obra (abundó en crónicas y corresponsalías de periodista) sería reducida a los compungidos versos que no pocas veces le concedieron fama:
“¡OH VIDA MIA, VIDA MIA¡
agonicé en tu agonía
y con tu muerte morí.
¡De tal manera te quería,
que estar sin ti es estar sin mí.
Faro de mi devoción,
perenne cual mi aflicción,
es tu memoria bendita.
¡Dulce y santa lamparita
dentro de mi corazón!”
¡Cuánta gente no asomó su llanto en esta lectura! Con razón Rilke afirmó que ser amado era consumirse en la llama, pero en Amado Nervo significó devenir ceniza de la nostalgia en la que hoy su poesía lo confina, hasta que Neruda la desautorizara en su poema El tango del viudo:
“Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,/ y habrás insultado el recuerdo de mi madre/llamándola perra podrida y madre de perros (… )”.
Es verdad que Amado Nervo nunca vivió ese odio, tan íntimo de lo amado. Fue, sí, fervoroso enlutado frente al cuerpo de su amada, mientras persistía el Darío de la melancolía y sus fingidas amadas, a las que Borges le mezquinara prestigio lírico alguno, concediéndole tan sólo el privilegio de retener estos escasos versos: “La princesa está pálida en su silla de oro”.
Entretanto y animado por el romanticismo de Zorilla, José Antonio Maitín, allá en Choroní, se rendiría a las lágrimas frente al sarcófago de su esposa, enrostrándole a la aldea costanera su indiferencia ante su enlutamiento:
“¡Oh pintoresco Choroní, tan poco así te mueva,/ tu soledad amiga, ¿por qué se muestra a mi dolor ajena?”
Maitín no gozó de la suerte que hoy reserva a Amado Nervo: el de ser olvidado por la historia como un aeda del modernismo hispanoamericano, mientras se eternizaba el dios Darío, por quien Ángel Rama se preguntaba “¿todavía está vivo?”. Otra suerte, menos injusta, le reservaría el destino al lloroso poeta mexicano: el de la crónica, de que fuera modesto pero elocuente prosista, cuando abandonara (¿cuántas veces?) su país para frecuentar el París del boulevard, las francachelas literarias en Le Dôme, La Rotunde, La Coupole (donde acaso halló paliativo a las lastimaduras de su viudez y alejamiento a su fervor religioso) y emprendía no pocas errancias por la Europa de la preguerra como corresponsal de los periódicos mexicanos y prestaba su atención a las curiosidades científicas del momento. Suscribiéndolas daba noticia de sus dones de prosista en tanto quedaban el viudo, su amada inmóvil, el resto de su otra poesía, confinados en empolvados archivos de biblioteca y apurada relectura o graves, como aquel instante que moviera a Antonio Machado a decir que un golpe de urna en una fosa “es algo perfectamente serio”.
Luis Alberto Crespo