“Misifú”, el gato que siempre acompañó a Andrés Bello en su soledad de sabio y en la silenciosa y vasta labor de estudioso del universo humano, saltó sobre el féretro que contenía el cuerpo de su amo (mejor, de su confidente en el largo solipsismo) , apenas unas horas después de aquella mañana de 1865 en que el caraqueño chileno sucumbiera a la bronquitis y la fiebre tifoidea.
Acaso esa sea una mera curiosidad, tal vez un hecho que moviera a los dolientes a la estupefacción, pero que dice largo sobre la recoleta existencia de quien rindió su destino a la meditación y a la elaboración de una obra que abrazó indistintos géneros, donde caben, en minuciosa hondura, la averiguación de la cultura más remota, desde la herencia los griegos hasta los latinos, los clásicos del siglo
XVIII, el romanticismo y el destino del Continente liberado por Bolívar. Tal vastedad de búsquedas y hallazgos, tamaña indagación del acervo de ideas y sentimientos, colmó una escritura de manuscritos, bocetos, borradores y una labor concluida en la que convivían los estudios lingüísticos, la filosofía, la historia, las versiones y lo que él llamaba copias o “imitaciones”, ya fueran de Lucrecio, Virgilio , el castellano del Cid o con insistencia Víctor Hugo.
Al mismo tiempo animó su espíritu la actividad pedagógica, al comienzo como educador particular en los hogares londinenses y más tarde, cuando su destino lo encaminó hacia la enseñanza académica, el fundador de academias, como la Universidad de Chile, de la que fuera asimismo su rector hasta que se le detuvo el corazón. Al país que recibiera su dilatada errancia (vivió 19 años en Londres en l más penosas de las miserias y sufrió luto por la muerte de muchos de sus hijos y una de sus esposas) redactó el Código civil, presidió el Congreso y fue redactor y a ratos director del cotidiano El araucano.
En tan copiosa actividad de enseñante y de servidor público su vida no conoció descanso. De sus días en Londres son las Páginas de dos revistas-libros, El Repertorio Americano y la Biblioteca Americana. Poeta de obediencia neoclásica, concluyó las Silvas, Alocución a la poesía y La agricultura a la zona tórrida. En Londres fungió de representante diplomático (y sin recibir pecunio alguno) de la recién nacida República de Venezuela desde que en 1810 viajara con Bolívar y López Méndez a solicitar de la Corona de Albión la legitimación del movimiento independentista para su país.
La dos Silvas cantaban, una, la hazaña independentista de El Libertador; la otra, la invitación a sembrar sobre los campos de batalla los frutos de la tierra recién liberada del colonialismo español. En ambas se respira el aliento liberador de Bolívar, Miranda y la de sus soldados y la de loa campos de batallas.
Si la poesía tuvo en Bello a uno de los iniciadores del género en Venezuela y en América, a la que diera, a más de las Silvas que decimos, cantos, himnos, historia, discursos, estudios, versiones, traducciones, obras de teatro (Venezuela consolada se titula la primera pieza teatral conocida en nuestro país) y la redacción de La gaceta de Caracas, el primigenio periódico de la capital y de la entonces Provincia de Venezuela, allá en Chile concluía acaso su obra maestra: La gramática castellana destinada al uso de los Americanos, modo de respuesta a la gramática de Nebrija, la gramática de la conquista y colonización de la Corona Española.
No regresó Bello a la Caracas de su nacimiento, la adolescencia y la juventud, pero permaneció en ella durante su nostalgia, una nostalgia casi llorosa y sin desmayo, a juzgar por las cartas y los poemas que guardara para sí. Dicen que sobre el muro, a la espalda del sillón donde perdurara su quieta vida de sabio, siempre se vio un mapa de la ciudad de Caracas. El Anauco, la quebrada que transcurría a poco rato de su casa de Luneta a Mercedes, a más de la pequeña huerta que labrara con su madre en la Fila de Mariches y la jiba de El Ávila a la que ascendiera en compañía de Humboldt, se mostraban menos como rastros de su caraqueñidad, su “volver a región”, que como una imagen de la ausencia, una ausencia como soberanía, como feligresía de nacionalidad, de amo.
Luis Alberto Crespo