En 1974 Venezuela era ostentosa: el petróleo, la dádiva del estiércol del diablo, fue más que desafuero en nuestro provecho. El fisco nacional lo gozó hasta el hartazgo. Su recuerdo, hoy, es vergüenza de su despilfarro. La riqueza, como siempre, escondía el harapo de los otros. Nos pretendíamos consumidores del boato. Fuimos botarates en el regalo. El Estado, él, mentía. Ahí adentro, esto es, en el pueblo-nación, se notaría pronto la enorme, penosa contradicción. Seguíamos viviendo del préstamo y su deuda.
Entonces no importaba porque importábamos hasta lo ilímite.
Desde afuera se acercó a nosotros la inteligencia, la sensibilidad. Eran los escritores, los intelectuales que migraban huyendo de las dictaduras del sur. Casi todos de izquierda, ese apodo de una postura del pensamiento que afrentaba, de nuevo, al neoliberalismo financiero, ese otro eufemismo del Capital del Norte, el supermarker del capitalismo. La revolución cubana había avivado no pocas consciencias y agudizado la controversia de una utopía trágica: los justicieros de las montañas enterraron sus fusiles y se prestaron a pactar con el status saudita que nosotros éramos.
La ética política fue otra y otra su confusión. Los años sesenta sobrevivieron como una nostalgia. Sólo insistía y progresaba la revolución cubana como una ilusión sobre el martirio del Ché y nuestros muertos de las montañas. Fue costumbre ver a un antiguo jefe guerrillero presidir el Ministerio y la agenda del Despacho presidencial. Los irreductibles de ayer vivían de la añoranza de la rebeldía civil y aquella violencia de palabra y de imagen del Techo de la
Ballena y de Tabla redonda, a más de la suspicacia en las definiciones de la duda y la incertidumbre de la revista Crítica Contemporánea bajo la égida de estilete de Juan Nuño quien había venido de España para quedarse y explicar nuestro desorden reflexivo.
Instituciones hubo, fundaciones, casi a diario, el simposium, el congreso, la bienal Rómulo Gallegos; el Teresa Carreño fue la casa de una fiesta innombrable y plena de conjeturas, porque logró conciliar la sensibilidad con la política, como el coronamiento en la sala de conciertos Ríos Reyna del presidente Carlos Andrés Pérez.
Abundaban los suplementos literarios y los talleres de todos los géneros de la escritura. El Celarg acogió a los escritores criollos y foráneos a pensar la cultura nuestra y la de otros ámbitos. Un día de ese 1974 nació La Biblioteca Ayacucho, después del Fondo de Cultura Económica, después de Casa de las Américas cubana, la más vasta biblioteca de los clásicos de las letras nacionales y de Latinoamérica y el Caribe de que se tuviera noticia. ¿Quiénes la constituían?
Del Uruguay, de la Universidad y del periódico Marcha, se había acercado a nosotros Ángel Rama, esto es la crítica, la determinación de pensar las letras y sus invencioneros como una reafirmación de soberanía y una lectura otra que no fuera la de la revelación de sus errores y descuidos y su renovación luego con el beneficio del rigor crítico, sin el exceso inane, sin la sobreabundancia huera, ahincada más sobre la valoración pragmática de las vanguardias de ayer y del instante, ofrecidas al debate como saldo de una descuidada alienación reflexiva y estética.
A Rama, le hacían compañía necesaria en la recién institución el poeta José Ramón Medina y un grupo de escritores e intelectuales de valía, así de los nuestros como de los de casa como de los países aledaños. Pronto, la Biblioteca Ayacucho nutrió los anaqueles de las universidades, los centros de varias enseñanzas, las librerías, las transnacionales de la lectura y su retórica. Nunca antes convivieron los escritores olvidados con los del nuevo nombramiento, desatendiendo prohibir las diferencias del credo banderizo y de la feligresía del disenso estético e ideológico.
Rama no limitó a cuidar el canon de la Biblioteca; no sólo fue su veedor, su celoso justiciero en la elección de los autores de la serie clásica y de los prologuistas de renombre: frecuentó las aulas académicas, fue suya la firma más reclamada por los suplementos y revistas culturales de esos tiempos, su presencia en los debates y polémicas: revisó la obra de nuestros escritores de todo tiempo y halló en ellos nueva, desusada lectura analítica, como la narrativa y el ensayo de Blanco Fombona, el simbolismo nocturno de Ramos Sucre o la novelística y la cuentística de Salvador Garmendia, pero asimismo la evaluación de las vanguardias literarias y artísticas de la década del sesenta.
Memorable fueron los prólogos que suscribió para no pocos títulos de la Biblioteca Ayacucho, como aquel con que se preguntaba sobre la perpetuidad de Rubén Darío: “¿Por qué aún está vivo? ¿Por qué, abolida su estética, arrumbado su léxico precioso, superados sus temas y aun desdeñada su poética, sigue cantando empecinadamente con su voz tan plena?”
Abrazó así Rama el destino de nuestra identidad cultural nacional y más allá. Tuvo como aliada a Marta Traba, la irreductible crítica de la plástica nacional y latinoamericana, el estilo de la erudición analítica, el calificativo de la loa y de la desacralización.
Afuera, en Maryland, reclamaron al escritor y catedrático su presencia en las aulas, pero el Departamento de Estado lo acusó de comunista y le mezquinó la renovación de la visa. Viajó a Paris y determinó fijar allí su casa. Cierta vez lo invitaron con su esposa a un encuentro cultural en Bogotá (entonces era Presidente de la República Belisario Betancourt, tan afín a la literatura y las artes) pero la muerte lo esperaba en el aterrizaje del avión en que viajaba. Hoy es otra su presencia: su sombra blanca transita el destino de la Biblioteca Ayacucho iluminándola y su obra crítica es reclamo de meditaciones literarias, tesis y discusiones acerca de nuestra averiguación sobre la vida escrituraria de nuestras letras latinoamericanas y del Caribe y sobre nuestra definición de región, tanto en el pensamiento como en el imaginario, a la hora de medirnos con el eurocentrismo y el neocolonialismo que nos persigue desde Bello hasta Martí.
Luis Alberto Crespo