Todavía uno anda en la memoria de aquel niño que fuera confinado en una cocina con los comuneros quechua de la hacienda de su padre por determinación colonialista y despreciable de la madrastra. Aún hoy uno oye decir y lee cuando su hermanastro le lanzó al rostro la sopa que sorbía entre los indios, sus maestros del humanismo, del amor y lo sagrado en la pobrecía y en el aprendizaje de la lengua y el espíritu de Túpac Amaru, el dios-serpiente.
En ese entonces de su recuerdo José María Arguedas habló y narró luego sobre su fraternidad con un asno (“nunca hubo una amistad más grande entre un ser humano y un animal”, concedió a mitad de un monólogo) por los recovecos helados de los cerros altos.
“Yo viví con esos indios de hacienda, yo lloré con ellos cuando los padres franciscanos, desde el dorado púlpito de la capilla de la hacienda, les decía que el Wiracocha patrón era el representante de Dios”, confesó en un momento de sus muchos monólogos, como para mostrar mayor minucia a su añoranza de niño negado a la misericordia y a la providencia que Shakespeare concediera a la muerte de un gorrión.
Se llamó Ernesto (aún se llama así) en las páginas de Los ríos profundos, que la Biblioteca Ayacucho privilegia entre los Clásicos donde reúnese la eternidad de los escritores latinoamericanos. El prologuista es Mario Vargas Llosa, de quien el escritor se distanciara cuando en cierta ocasión negara que la cultura primitiva pudiera tener su propia lógica.
Es él, Ernesto, hijo de un terrateniente, el narrador de ese entrabamiento de culturas que marcó al rojo vivo su devenir, transfigurado apenas por la ficción, entre el Arguedas real y la persona-emblema, ambos pasto del conflicto que ocasionara una educación antigua, cría de una lengua mágico-religiosa y la imposición de una educación en la lengua del terrófago y de la iglesia. Huelga imaginar el desahucio de aquel niño que sólo hablaba el quechua desde los 8 años y sufriera el castellano del mistis, el terrateniente, a los quince.
Acaso sea esencia de Los ríos profundos escuchar y leer de nuevo a José María Arguedas referir que fue el quechua su primer alfabeto (y el castellano su idioma aprendido de soslayo) el ahínco en sus páginas con que manifiesta ese enfrentamiento del decir mágico-religioso de los indios con el de la fonética y la gramática del colonialismo. Entonces nos gana casi inadvertido lo que ha debido sufrir el otro “yo” del escritor (o su tributo) y la lastimadura de no poder conciliar el idioma de los dueños con el del pájaro que almuerza el corazón de una flor y luce en sus alas y en su vientre el polvo amarillo de su espíritu.
Ya dirá el escritor más tarde que la técnica de la escritura la aprendió en Quevedo, en Güiraldes y nunca en Joyce, o mucho en el Tungsteno de Vallejo. Diría también, a punto de contradecirse, que se definía como un hombre de letras provincial y no profesional (no de la estirpe de los cartesianos, por mencionar a Julio Cortázar, a quien afrontara en una insostenible polémica) y que su modo de planificar la ficción era copia de los novelistas rusos y franceses del siglo XIX, esa época en que el narrador era una deidad hasta en el modo de hacerle bucles al bigote y ajustarse la corbata lavalière, pero que sin embargo su nostalgia era Rimbaud, pero nunca el Ulises de Yoyce, nunca, insistía.
Quien relea sus libros primeros, Agua y Yawar-Fiesta, y “oiga”, una vez más, ese entrabamiento de las voces quechuas y de las oraciones castellanas, aquéllas pronunciadas con la entonación de la onomatopeya, sin la cacofonía de la versión, transitando entre las frases y las oraciones de éstas, memorizadas al caletre de pluscuamperfectos y subjuntivos, se moverá sin estorbos con el Arguedas de sus obras siguientes y sobremanera de Los ríos profundos, mientras en el decurso de la anécdota “exterior” los indígenas comuneros muévense contra los mistis en sus reclamos por la propiedad mítica de la tierra madre, la de las deidades invisibles de su mitología y los seres tangibles de la naturaleza humanizada.
Entonces sentiremos la gran quietud que visita a la obra donde prorrumpen el canto, la fiesta, la metáfora musical de la quena y el giro de los movimientos de la danza guerrera en su lenguaje de rebelión, de reclamo y de castigo.
Que lo diga Arguedas, una vez más, algún día, como hoy, al regreso de su infancia, reveladora de la sacralidad quechua y dolida de feudalismo, de castellano patronal de que es cumplido feligrés un próximo suyo de su sangre terrateniente, cuando destruye con sus manos y sus pies, la salmodia de la quena que un indio hacía sonar en los confines de su hacienda.
Porque, sin duda, en la intralectura de Los ríos profundos, y una vez transitadas las páginas de Todas las sangres, cobra mayor nitidez el canto y la acción de la naturaleza como deidad personificada y la lengua quechua como poder mágico-religioso en el bramido del Pachachaca, uno de los ríos profundos. Cuando uno escucha al Urubamba, allá abajo, desde Machu-Picchu, la ciudad chamánica y de los sabios, sabe que no es agua lo que brama y reclama, sino el quechua, la lengua en la boca de su torrencial travesía y la del padre-serpiente, de Túpac- Amaru en el rezo poético de Arguedas que grita y se aíra.
Mas no pudo el escritor conciliar la cultura antigua de su madre india anodina y sierva con la colonial del padre legalista de diente de oro. Lo había jurado tiempo atrás: “Yo viví aquí, amargo, pálido, como un animal de los llanos fríos”.
Buscó amparo en el socialismo. Aseveró que era el camino que había quedado intransitable con la huella de los imperialismos y que el pueblo quechua reclamaba desde antiguo para revivir su saber y sentir comunitaria.
En su libro inconcluso, El Zorro de Arriba y el Zorro de Abajo, novela y confesión al unísomo, conviven también dos sentimientos: el del quebranto de la visión mítica y el alejamiento de la irrealidad, esto es de lo mágico-religioso, mientras ocurre la mudanza del pueblo quechua a la costa atlántica.
Así lo observa William Rowe, su atento lector, en Mito e ideología en la obra de José María Arguedas. La obra trata de “un intento de modernizar la tradición y de asumir de nuevo lo antiguo”. Era -bien lo anota Rowe citando a Arguedas- “una lucha contra la muerte”, la que “se atreve a llorar por nosotros” con Rilke y le ofreciera un revólver en la sala de baño de la universidad de alguna provincia peruana. Duró cuatro días a su lado y luego le detuvo el corazón. La tierra de los ríos que ululan y las montañas que se rebelan contra los amos, se niegan, como hicieran con el cuerpo de Atahualpa, a sepultarlo entre nosotros.
Luis Alberto Crespo