Cumbe llamamos en Venezuela a los esclavos que se iban al monte cuando huían de la esclavitud. Tres de ellos dejaron fama en nuestra historia de esa ignominia: Miguel de Buría, Andresote y más tarde José Leonardo Chirino. Ni Bolívar logró abolirla del todo. Correspondió a José Ruperto Monagas firmar finalmente el decreto que le devolviera la libertad a los seres humanos que eran vendidos en subasta pública y herrados como ganado.
Poco duró la rebelión de Miguel de Buría, Andresote y Chirino, pero nunca su hazaña.
En Cuba el esclavo que huía de esa bestialidad no tenía nombre. Se fugaba. Se internaba en la montaña y hasta allá los guardias civiles de España iban en su búsqueda. El castigo-dice el eufemismo del historiador-era severo y uno supone en qué se traducía la frase sobre la piel, la pared y la soga que le era reservada al insensato. No pocos consiguieron librarse de la ominosa condición. La cacería
se realizaba con perros de presa, como si cochino o venado fueran.
Miguel Barnet, poeta, narrado y etnólogo cubano, dio con uno de ellos. Se llamó Esteban Montejo. Tenía 105 años, aún lúcido, la memoria minuciosa. La confidencia que trascribió en una edición hoy mítica y de larga difusión e incontadas versiones, goza de vasto nombramiento. Una de esas versiones la dio a conocer la Biblioteca Ayacucho en la colección clásica con prólogo de William Rowlandson, autorizado estudioso del tema y catedrático de la Universidad de Kent (Canterbury, Reino Unido). “Esteban Montejo es una fuerza y está conmigo, y no me puedo alejar de él. A veces quisiera olvidarme de eso, olvidar el tema del racismo en Cuba”, confiesa en las postrimerías de su minuciosa meditación. “Y la única fotografía que tengo encima de mi cama, en mi cuarto, es la fotografía de Esteban Montejo y me ilumina de inmensidad”, concluye.
Apenas abrimos las primeras páginas de la Biografía de un cimarrón y estudios y ensayos, el esclavo que fuera Esteban Montejo desde su nacimiento regresa sin tardanza alguna al largo calvario de su pasado y de su pormenor en la manigua cubana. No más lo hace insiste en que él había sentido y ejercido por destino fugarse de los barracones donde los esclavos agotaban su existencia de animales humanos en la promiscuidad y los cañaverales.
El respeto a la oralidad nos permite oír a viva voz al personaje del libro, a amistarnos con su léxico. De esta suerte pronto participamos en la intimidad de una confidencia personal y ajena de los condenados en la que se mezclan la noticia personal sobre sus vidas de animalancia y las visitas de las deidades del Congo y de Nigeria, las creencias católicas alteradas por el fetichismo, el cura ambiguo y el temido y socorrido brujo o curandero de la herida, sobremanera morales. Destaca pues la atmósfera de confinamiento que se respira en esos antros de la zafra, suerte de campo de concentración de la colonia española cuya industria del vejamen agudizaba el capataz con su rejo y sus ladridos. Al dolor de la llaga del azote solía seguir la soga al cuello o el disparo.
En eso anduvo desde joven Esteban Montejo, azuzado por la determinación de echarse a la fuga. No le fue fácil, nos concede, hasta que al fin lo logró. Entonces vivió una existencia de criatura asustada, domiciliado en cuevas, el follaje y el silencio, siempre trashumante. Almorzaba al roedor, la legumbre, el cochino robado en los vecindarios, las más de las veces confundido con la tiniebla y atento al más sorpresivo rumor que no fuera el chillido del murciélago o el aleteo de un pájaro. De estos aprendió sus cantos o la presencia fantasmal de los callados.
Desconfiaba hasta de cualquier otro cimarrón. El encuentro furtivo de uno de ellos podría significar la delación de aquellos que eran animados a cometer delaciones a cambio de la mentira de la manumisión por razones de la humana miseria misma.
Cierto día Esteban Montejo escuchó decir o susurrado en alguno de sus escasos acercamientos a los alrededores de de un bohío de guajiro que la esclavitud había cesado.
Tardó en convencerse. Quiso cerciorarse con alguien y se arriesgó a inquirir lo que columbraba. Una mujer
se lo prometió. Era cierto. Lo que siguió abunda en un indetenible testimonio sobre el aprendizaje de la libertad jalonada de profusa minucia, más con el resurgimiento del capataz del remozado barracón, de nuevo a caballo o viandante de los tablones de caña y otra vez, pero con mayor protagonismo la labor del hechicero, el miedo al trasmundo, el hambre del goce de mujer, la traición, el robo, la proliferación del bandolero y el asesino, el machete ansioso de gañote, las apariciones de los espíritus y los muertos degollados que deambulaban por la noche y solicitaban compañía, tal vez menos fatales, duda Esteban Montejo-que los bandoleros con nombre y apellido que irrumpían por las regiones o los pueblos hasta que estos caían en sitio bajo el susto de la desolación, el robo o el cobro de la promesa de sobrevivir.
Huelgas detenernos en la abundante referencia del personaje durante esos momentos de su familiaridad con la dudosa libertad y no tardó en comprobarla en la llamada guerra de los diez años o de la anárquica revuelta de la revolución de finales del siglo diecinueve, entre el zafarrancho y el enfrentamientos a machete, las más de las veces, por aquello de que el filo era más callado que el disparo.
Esteban Montejo anduvo de soldado u obediente de matones y rebeldes porque sí, malos con la vida, de nombres de mala intención, héroes del bien y del mal, valientes o iracundos, figuras maniqueas, no pocos de ellos prestos a pasarse al enemigo. Hubo, así, degollinas como en Matanzas, que nunca se pareció tanto a su nombre o en el agorero Pueblo de mal Tiempo, tan empurpurado de decapitaciones.
Tal vez sea esta parte de la confesión, la de la embrollada y ciega revolución de los los negros libertos y los guajiros, la babélica narrativa de cubanismos, la presencia de negros congos, lucumíes y ñáñigos y el afrontamiento sangriento, el odio, la fiesta de tambor y delirio, el uso de hembra, las invocaciones a Changó y Yemayá, la irrupción de los norteramericanos, los nuevos colonos y la obediencia a los dioses de la guerra que fueran Maceo y Gómez organizando el caos; acaso sea, repito, la más intensa del relato al que Miguel Barnet determinara llamar novela.
“No quiero morirme para echar todas las batallas que vengan”, concluye Esteban Montejo, quien apenas tuvo modo de sumarse a la que el pueblo de su isla emprendiera y hoy prosigue en su verdadera y permanente revolución. El tiempo se lo negaría cuando se le detuvo su anciano corazón en 1973, pero no su testimonio, que no conoce tumba ni olvido.
Luis Alberto Crespo