La machura a cada instante, cejijunto, el libro, la escritura y el arma en la misma mano, duelista, la esgrima, el garrote de vera curarigüeño, orondo porque en sus venas corría la misma sangre de la madre de Simón Bolívar, a ratos del lado de Cipriano Castro (“aquellas pasiones mudadizas de los intelectuales” que observa Jesús Sanoja Hernández en su admirable prólogo de la Biblioteca Ayacucho); desterrado largamente por Gómez, pero sobre todo enorme escritor de nombramiento fue y será Rufino Blanco Fombona.
En algún momento le prestó atención al crudelísimo montañés después de su traición, mas pronto advendría -y de por vida- su encarnizado enemigo, así en el papel periódico como en la página del libro (estuvo en los reuniones conspirativas antes de que echara anclas el Falke), el estilo de vitriolo en el panfleto y en la crónica (flabistán de estilo temible), con Darío y sus princesas de boca de fresa y de soneto de desmayada flor y con Gómez Carrillo vano durante sus largos días parisinos de francachela modernista.
Tuvo tiempo para ser congresante, secretario de la jefatura civil y militar del Zulia, cónsul, gobernador de los Teques y Cataluña a pocas horas de la guerra civil, el grillo andradista en el tobillo , homicida “en defensa propia” o porque se airaba fácil, como si espantara con la bala loca alguna mosca demasiado consecuente con su ceño y su labia; y sobremanera él, el egotista Blanco Fombona, Rufino Blanco Fombona, primo, además, del ampuloso Eduardo Blanco (el de Venezuela heroica y Miranda en la Carraca, desde que prestara al pincel de Arturo Michelena su parecido al Precursor en aquel cuadro eterno).
En toda esa conjunción de iracundia reflexiva y cavilosa predominó el escritor protéico, el de la rúbrica enmascarada del seudónimo según los mentideros de la libertad de expresión de la persecución gomera a su persona y su escritura o el del ostentoso patronímico con que enrostraba su disenso y su castigo de adjetivos de pezuña y esputo a sus contrarios ideológicos o de dictadura caudillista, académico, la poltrona del curul y del funcionario, historiador, pensador e imaginero, bolivariano insaciable, reiterado antiimperialista y siempre errante y siempre mítico, como lo talla Ángel Rama en mármol vivo íntimo.
Fue poeta modernista a su manera y sin esconder para nada su distanciamiento personal y estilístico con Darío (de cuya primera ruptura se dolería luego) escribió un día: Mi querida se acerca, y dulcemente apóyase en mi espalda./Su cabellera se impregnó en el baño de un olor a campiña./Me dan ganas de beber leche, de domar un potro, de atravesar un río.
Su sobrevenido gusto naturalista acaso fuese deuda de Flaubert y de Zola al escribir El Hombre de hierro, la novela de un ménage à trois en tiempos de Castro, cuya trama, tejida en esa Caracas de áulicos del Cabito y de corruptos de ministerio y compadrazgo, mal oculta la vida sosa de un burócrata y de un hijo hidrocefálico, regalo monstruoso de un cornudo. Páginas muchas hay en esa, su mejor narrativa, frecuentada con no pocos esbozos de dictadores y animales encorbatados de la coima.
Pero huelga decir que su eternidad de escritor (y de detallado cotejo en estos Ensayos Históricos, compilados en el tomo 36 de la Biblioteca Ayacucho) radica en sus obras Las Mocedades de Bolívar y el Conquistador español del siglo XVI.
Errante, hubo de esperar la muerte, cansado de malechuría, de Juan Vicente Gómez, para regresar a casa. Jesús Sanoja Hernández recuerda la contagiosa mudanza de los intelectuales del castrismo y del gomecismo cuando hace referencia al cambio de sus posturas jacobinas de izquerda por las de seguidor de la derecha y animosidad anticomunista de los años 36. “Veía comunistas por todas partes”, anota Sanoja Hernández, lo que no le prohibió loar la poesía del “bolchevique Neruda”, como tampoco abjurar de su antimperialismo norteamericano. Fue, hasta su muerte en Argentina en los estertores de la segunda guerra mundial, antiyanqui y antimonroísta. Amó a Sandino, afrentó la segregación de Panamá y la ocupación de Cuba, destácase en el prólogo de marras.
Su obra y su nombre -lo dijimos- estuvo silenciada mientras duraron los 27 años del gomecismo, pero apenas retorno a Venezuela se vio extranjero: nadie lo leía, pocos recordaban al entonces polemista de lenguaje de diatriba y de vitriolo, o sus ensayos, ni mucho menos al novelista panfletario de la Máscara heroica y menos el de El hombre de hierro o El hombre de oro.
Hoy, su mito no conoce hendija alguna y siquiera de soslayo su bolivarianismo. Alguna vez, durante su largo destierro, inventó la Editorial América, una de cuyas colecciones llamó La Biblioteca Ayacucho, de la que hereda su nombre la Fundación del Ministerio del Poder Popular para la Cultura y es su casa, la casa de su país más nunca errante.
Luis Alberto Crespo