Entre la iracundia y la pluma: Rufino Blanco Fombona

“¿Y no lo mataste?”, ordenó un espigado caraqueño cejijunto, familia de la madre de Bolívar, el bastón heridor al diestro, el idioma de los doctos, el ojo zahorí, diplomático cuando Andrade y Castro, un momento gomero y largamente su objetor y de fervoroso menosprecio, su predilecto desterrado,    europeo parisién, mundano con el muy frívolo Gómez Carrillo, dariísta y antidariísta,  amoroso de la amada recién salida de la ducha con olor a campiña, gobernador que fuera de una provincia española en los albores de la Guerra Civil y de nuestro estado Miranda en tiempos de López Conteras, reeditado y traducido por novelista más que por poeta o estupendo ensayista, comentado en inglés y francés, a más de recomendado con insistencia institucional y personalmente al Premio Nobel de Literatura.

Ya era o sería entonces Rufino Blanco Fombona, entre airado y manso, poeta modernista, casi siempre domiciliado en más de una ergástula, por culpa de su talante encendido y su arma, la amiga íntima, como su florete, de su manera de ser, escritor de varia excelencia, en la averiguación memoriosa, en la epístola periodística, la del mandoble adjetival y de su obra maestra del género ensayístico, El conquistador español del siglo XVI, el biógrafo de Bolívar bisoño y largamente de Bolívar libertador y el bellista, como el caraqueño de las Silvas y de la Gramática castellana para uso nuestro quien un día inventara la editorial América y la apellidara Ayacucho.

El asunto de hace unas líneas acaeció en un hotel de Ciudad Bolívar, la de los matones de Atabapo y de Isla Ratón, y el conminado a apretar el gatillo era el entonces joven poeta barinés Alfredo Arvelo Larriva, dolido de cierta ofensa  hotelera. Obediente, el poeta de Sones y canciones y otros poemas, satisfizo la pregunta del escritor condotiero al hacerse justicia por la afrenta de marras cuyo costo tras las rejas lo retuvieran durante ocho años en la oscuridad del castillo de Puerto Cabello.

Mientras tanto, otros arrestos de violencia, esta vez personales del duelista, camorrero y sentimental del modernismo, de arremetidas antiyanquis, prodigaron las señas de identidad de Blanco Fombona, los cuales corregían su incómodo curriculum de pendenciero por  humillado y ofendido y por quítame estas pajas. Entretanto, su El hombre de hierro, entre otros intentos narrativos de buena ley y mejor nombradía en la ficción, conoció no pocas versiones y glosarios en otras lenguas,  en desmedro  de la escritura anecdótica y desenmascaradora de La máscara heroica, asada en candela pública en una plaza de Madrid guebeliano y nos gana la añoranza de aquel cuento suyo, memorable: El catire.

 Jesús Sanoja Hernández cedió en profusa noticia y meditación el destino histórico y literario de Rufino Blanco Fombona, el desterrado del castrismo y el gomecismo, en el prefacio de los clásicos de la Biblioteca Ayacucho. Huelga detenerse en su minuciosa confidencia del inefable venezolano de la iracundia y de la pluma, pero leamos su punto final:

“La culpa no ha sido del todo mía. En mucho le pertenece a Blanco Fombona, el alma del siglo XVI y hombre del siglo XX, quien pidió castigo para el país sin memoria”.

 

Luis Alberto Crespo

 

 

 

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