¿Qué ocurre allá afuera, por decir el mundo? Pareciera preguntarse quién se sintió desvelado por los enigmas humanos (su ayer bíblico, si fuera, su siempre o pregunta metafísica de quiénes somos y seremos y todo lo mistérico y su conjetura) fue en busca de su principio y su absoluto o si no la nostalgia de su paso por ambigua presencia como ser y como polvo de estrella mientras la razón y el sueño al que se atribuye únicos e indelegables dones durante su devenir terrestre en lo inmediato y en la frontera de lo inmenso con que Ungaretti resumiera en un poema tan largo como un estambre y tan delgado como un hilo su deslumbramiento de saberse humano en procura de la iluminación que le promete el conocerse espíritu, emoción y otra vez espíritu en su precaria figura terrenal destinada a la podredumbre.
Ese alguien que menciono y sitúo en dicha disyuntiva en medio de su derrotero existencial pudo haber nacido en cualquier lugar de la tierra porque nadie como él se asemeja tanto al hombre reflexivo y sensible que nos explica movidos por la angustia de conocernos fatales e ilusionados por la promesa de Dios y sus innúmeros credos de prolongarnos a riesgo de sucumbir en la nada o el castigo que Dante imaginó en la figura de una pirámide invertida donde cabe un océano helado apenas se detenga nuestro corazón.
¿Dónde queda el hombre que fuimos frente al rehílo del bien y del mal? ¿Cuál es su otro ser, el impalpable, el que se llama alma, espíritu, el transfigurado en pensamiento, en emoción, en vocal, en trazo, en melodía?
¿De dónde provino ese hombre que decimos? Sus señas de identidad suscriben su proveniencia venezolana pero su verdadera nacionalidad, su región, su origen geográfico y ontológico es él mismo, la tierra humana e interior de sí mismo, el de averiguador del ayer, el ahora y el después del hombre, su meditación, su fantasía, la metáfora de la inquietud de saberse histórico en su escasa permanencia en lo real, tiempo y ser, como lo pensara Heidegger.
Si distinguimos a Isaac Pardo entre los hombres universales de Venezuela. La ciencia y la meditación, la búsqueda de la exactitud y del éxtasi (quítenme todo pero permítanme el éxtasis, dijera Emily Dickinson o Pitágoras en la demostración filosófica de su teorema) signaron su permanencia entre nosotros y su obra.
Su larga vida la cedió a la frecuentación del origen y la eternidad del pensamiento y el sentimiento humano. Las culturas desvelaron su tiempo de escritor estudioso del testimonio filosófico y estético del hombre, cuán de perpetuo subyace en su aventura memoriosa y sentimental, su inteligencia y su destello, su lengua escrita y ensoñada, la cual halló en los infolios de nuestro pasado colonial cuando glosó las octavas reales de Juan de Castellanos en su Estudio de las Elegías de varones ilustres de Indias y en el minucioso cotejo del romance castellano en La ventana de don Silverio o en la anécdota Esta tierra de gracia, la de quienes fuimos antes y durante Colón y de quienes diezmaron nuestras lenguas y nuestras culturas con el caballo, el perro, la espada la pólvora y la biblia y las encomiendas, eso campos de concentración de la Contrarreforma en su desafuero por hallar un lago con aguas áureas y monarcas que vestían su desnudez con polvo de oro.
Se tardó hartos días en emprender la redacción de su obra magna, Fuegos bajo el agua: la invención de utopía, la cual apenas soporta la vastedad de su lectura, como tiene dicho la docta sabiduría socrática de Juan David García Bacca en su prefacio de la edición de Biblioteca Ayacucho.
Después de su lectura, Fuegos bajo el agua nos amista con el derrotero humano más desmesurado que el hombre haya transitado en la búsqueda de nuestro propio mito como es el de imaginar la otredad e inventarle una geografía , una región donde sueño y baldío funden una tierra dentro de la tierra a través de la mentira de la fábula, el trazo de la carta geográfica, el aviso de un mar con sabor a miel, el dicho de los profetas y los apóstoles, la lógica aristotélica y el embrujo de los alucinados. Así, de un ayer a otro, una sola ola por el mundo, una sola ola, desde Troya, como anotara Saint John Perse, hasta Verdum y hasta la Perestroika.
Modo de sensibilizar nuestras cenizas, darles sentido, diría el gran Francisco de Quevedo, refrendado por este risueño y grave sabio venezolano que habita en la memoria de las leyendas y los mitos terrestres, su verdadera patria: la desmesura.
Luis Alberto Crespo