Nació en San Cristóbal del Táchira, en buena cuna y murió en una urna olvidada al fondo de un depósito de cargas del puerto de la Guaira durante días.
Se había ido a estudiar en las escuelas militares de Alemania, Bélgica y España, y no tardó en probar su coraje como soldado de los turcos (era la primera guerra mundial) enfrentándose a la metralla y a los obuses.
Obedeció a los oficiales de Ender Pachá, el diezmador de los armenios. Asistió a la más horrenda masacre de la que el hombre tenga memoria ¿Conocería la montaña sagrada del Musa Dagh, la devastación de Zeitun y el convoy de pena de los proscritos armenios harapientos, hirsutos, ensangrentados, hambrientos y sedientos que llegaban a Deir ez-Zor por las orillas del desierto de Mesopotamia que describe Franz Werfel en Los cuarenta días del Musa Dagh?
Su arrojo ante la muerte lo premió con la Cruz de Hierro, El Sable y la Estrella de los dioses de Mechedieh y el grado de general de manos del Káiser Guillermo II.
Anotó las minucias de ese infierno en dos libros, porque fue también escritor memorialista de prestigio y nombramiento en Cuatro años en la Media Luna y Memorias de un soldado de fortuna, traducidos a varias lenguas y cuya edición difundiera la Biblioteca Ayacucho.
Suscribió otro libro El saqueo de Nicaragua.
Vio morir a cuatro imperios: el Alemán, el Austro-Húngaro, el Ruso, El Otomano.
Fue agente doble durante la guerra ruso-japonesa y se amistó con Sandino.
Se batió en California al lado de los mexicanos, anduvo buscando oro en Alaska y fue vaquero y petulante jinete de pistola al cinto y las ansias de arrebatarle a los cheyenes sus tierras ancestrales. Nunca se supo que hubiera diezmado a algunos de ellos.
Volvió a Venezuela antes de 1908 y se armó contra el Cabito. También creyó en Gómez pero sólo por un rato.
Un grupo de historiadores e intelectuales venezolanos de valía se reunió en la Casa de Bello para crear una Fundación que lleva su nombre y allá, a la sombra de los corredores del panteón neoclásico del Ateneo del Táchira, un busto lo eterniza entre los tachirenses de celebrada nostalgia.
Sobre su tumba en el Cementerio General del Sur, honrado como fueran sus restos tanto tiempo confundidos con el alijo de los viajeros de ultramar, una ostentosa corona que nunca se marchita. Sobre ella, el Káiser Guillermo II dejó una tarjeta asaz elocuente: “A Rafael Nogales Méndez, generalísimo en la gran guerra, unos de los caballeros más valientes y noble que haya conocido”.
Sin embargo, su gloria sería sólo difundida por el sol de los veranos y los aguaceros de agosto, los únicos que no olvidan a ese soldado de estirpe mirandina
Acaso algún justiciero cineasta determine algún día escenificar la leyenda de este guerrero universal e inquieto protagonista del mito de sí mismo.
Luis Alberto Crespo.