“Yo escribo para gozar haciéndolo”, dijo acerca de su oficio y de sus dones. No atendió a ninguno de los usos y disgustos del quehacer que ocasiona la página en blanco, ni menos del conflicto con que nos asedia el fracaso de un verso, una anécdota o la susodicha meditación. Gómez Valderrama, colombiano de Bucaramanga, no mentía: amó-lo repitió hartas veces-el contentamiento que le causaba la escritura, cualquiera fuera su mención, con predilección por la ruina, el deterioro y la colección arbitraria del basural de la memoria, en el que hallaba la minucia inservible y el menospreciado enser precioso, arrumado entre los desperdicios del olvido. De allí ese hallazgo tan cambiante con que se topa el lector cuando se apresta a transitar la vasta papelería que juntara durante el vario ajetreo de su vivir, ora como escritor y editor, ora como funcionario de indistinta diligencia pública o íntima.
¡Cómo gustaba del doble asunto, la mezcolanza de géneros y su dispersión, verbigracia la de la novela, el relato, el ensayo, la crónica, la crítica, lo cual ocasiona, a la hora de calificar y privilegiar esta o cualquiera otra excelencia verbal de su autoría, tal La otra raya del tigre. Igual y desigual son sus prodigios y mal encuentros con el imaginario. Ambos acompañaron sus travesuras literarias. Es que amaba desviarse, emprender atajos como quien anda por una selva oscura y tropieza con una orquídea o una víbora. Escribía y daba rienda suelta a su entrevero de mentiras narrativas y verdades abrevadas en sus inagotables lecturas y nostalgias de viajero terráqueo. Entonces cumplía achaques de editor y contertulio de aquella tan conspicua generación de letrados colombianos, como la de Muti, Cote, Gaitán Durán, Rojas Herazo, Arbeláez.
Hizo, con Gaitán Durán, la petulante revista Mito donde esparcieron el aroma de Las tiendas de canela de Bruno Schulz, los gritos y susurros de Track, los pájaros en sus jaulas abiertas del polaco Rosewicz, La morgue del poeta y anatomopatólogo Goutfried Benn. Habló en inglés, en francés, en italiano. Se juntó con los viandantes neoyorquinos, los tertuliantes de las terrazas parisienses, los meditabundos de los cafés vieneses y se egresó a Bogotá a pergeñar lo que había vivido y leído. Ya dijimos que ocupó cualquier oficina de corporaciones, sociedades anónimas o harto visibles, se le vio en el ministerios, la dirección de los despachos de gobierno (se salvó de ser Presidente de Colombia por un tris), pero siempre fue Pedro Gómez Valderrama y su goce de escritor. Fue clásico o moderno según los autores que leía. Su prosa espléndida subyugaba. Ocurre aún.
¿Cómo olvidar ¡Tierra! ¡Tierra!, La ya mencionada Otra raya del tigre aquel testimonio homenaje a Stendhal que es al mismo tiempo pretexto para contar la historia de la virginidad de su tía Cayetana, que es García Márquez avant la lettre ese momento en que el pintor del Renacimiento Fra Filippo Lippi poseía a las mujeres de sus retratos como fembras placenteras? o si no esas nuestras de su erudición cuando hojeamos Los papeles de la Academia utópica y también el informe sobre El convento de Santa Cristina.
Sus temáticas, las más, fueron, son el resultado de una averiguación entre los restos de la memoria real e insólita de la historia y de sus fantasías.
Sí, con razón adujo que él amaba construir sobre una ruina o sobre un edificio inconcluso. Lo asentó por escrito sobre la pared del patio de atrás en la edición de los Clásicos de la Biblioteca Ayacucho donde prosigue gozando de sus diversiones literarias, para siempre.
Luis Alberto Crespo