Ana Enriqueta Terán era una muchacha en la hacienda trujillana de sus padres los Terán Madrid cuando le preguntó a su nodriza quién era ella. Tal curiosidad en alguien recién venido de la infancia ya anunciaba lo que marcaría su entrecejo para toda la vida: la búsqueda incesante de una identidad. “Me gusta ese nombre”, dijo cuando conoció sus señas de identidad. Anduvo con él ornando los sentidos del yo, desde el aroma a café de aquella comarca que fuera su cuna hasta siempre. No sé porque los múltiples curiosos de su vida creadora, durante o después de indagar en el trasfondo de su obra poética, se distrajeron en su fervor por hallarle razón y destino a aquella pregunta de la criatura preadolescente. Se buscaría a sí misma en su incesante aventura durante la talladura de su verbo y su sonido la cual ocupó su desmesurada existencia. Se supo bella y gozó de su elogio y del mismo modo buscó en su sorprendente esplendor su carnadura de adentro las veces, las muchísimas veces, en que daba logro estético a su escritura, la cual mostró la perfección del soneto de sus primeros libros y luego y largamente la sonoridad inigualable de su poesía, sonoridad íntimamente enlazada con la proteica motivación que movía ora la ansiedad por lo hermoso puro, ora por el asunto más vasto de que se tenga noticia en nuestra poesía, pero de continuo ella, Ana Enriqueta, nunca distante de aquella vieja curiosidad suya en buscarse, sobremanera en su viaje al verbo, exactamente a la imagen, fuente nutricia de su realización como orfebre de un decir de extraña elegancia e inigualable éxtasis, entre el testimonio y el ensueño, entre ella sola y el otro, o lo otro, visible u oculta, llevada por esa pasión ontología en indagarse muy propia, muy de su marca, cuyo fin no sería otro que el de verbalizar lo impalpable y tanto que al recorrer su obra vislumbramos el encantamiento que ofrece al lector de poesía una forma, una apariencia mejor, suma de lenguas donde conviven el casticismo lírico y material de un Góngora o un Garcilaso.
Poca frecuencia hallamos en la tradición anglosajona y francesa en la formulación del lenguaje con que nos subyuga cada obra, tan entrelazada con la rima de otrora y con el flujo del verso libre. Someter su decir a las entonaciones de la rima es y será el modus operandi de su quehacer, hasta lograr la maestría de Música con pie de salmo o del Libro de los oficios.
La prosa le sirvió de monólogo, de diálogo consigo y con el confidente. La vivencia lejana, aquella casa aromada de azahar etíope y de lino blanco desde la falda hasta los sentidos, aquel sudor en el ijar del caballo donde fuera dama ida de lado como un tulipán sobre la silla y más allá, esto es más adentro, no dejó de visitarla, ora en el ayer, ora en el presente, ambos íntimos de su vagar por la niebla de Jajó, la cresta de la ola en Tucacas o el jardín valenciano de los últimos días.
La belleza formal de su poesía nunca permaneció como festejo de su ornamento porque cada motivación le dio eternidad, la del yo y la el silencio. Nadie logró, como ella, oírse tan lejos en lo que dijo. Cuando la Biblioteca Ayacucho invitó a Patricia Guzmán a prologar el tomo de su obra para enriquecer los clásicos sabía de antemano hasta dónde alcanzaría su intralectura, su ahondamiento, “su profunda espiritualidad”, “la privilegiada inteligencia” y “una entrega casi mística a la experiencia de la escritura”. Hela aquí en esta Piedra de habla donde se reúnen su legado de lo hermoso verbal y lo hermoso profundo de una incomparable maestría.
Luis Alberto Crespo