Este es un hombre que nació en Neiva, con el erío Magdalena como testigo. Quiso ser abogado y lo fue. Ejerció ese oficio de varia manera: en el Ministerio, integrante de una comisión de Límites colombo-Venezuela, de lsa que desertara; inspector escolar y poeta de sonetos de temprano nombramiento, pero con la naturaleza silvestre muy cerca del recuerdo, sea en las dehesas de su padre, sea en las ávidas lecturas de siringales y violencia selvática, hasta que llegó a Villavicencio a prestarle sus servicios a cierto terrateniente.
¿Cuándo comenzó a ser José Eustasio Rivera, el hombre-selva con que hoy se eterniza, el autor de La Vorágine? No todavía. Por entonces era sólo un lírico leguleyo, con el código y los reglamentos agrarios en el porsiacaso de su maleta por las sabanas de ese departamento colombiano, tierra de a caballo, arreos, el cuchillo al cinto, familia y vecino del revolver, domicilio de cuatreros, negociantes del dolo y la traición, mujeres fáciles, el disparo aleve o porque sí.
Fue allí, en Villavicencio, en esa tendida canícula y casi sin preverlo, donde conocería a sus primeros personajes, as él mismo, esto es a Arturo Cova, a un tal Franco Zapata y a una muchacha, Alicia Hernández Carranza o Alicia a solas, después de transfigurarse, como él y como Franco, en los condenados de La Vorágine. Faltaba sólo el escenario en el que ocurriría su entrada al noveno círculo del Dante, aquel helado lago donde se crispan los réprobos del Renacimiento correido por el brasero del calor y el sudor de la Guayana colombo-venezolana, por allá por los años veinte del sanguinolento Gómez, en esa inmensidad verde que humedecen el Orinoco, el Guaviare flavo, embarrado de cieno, el Atabapo y su corriente color de sangre negra y el Dinírida “de aguas malditas .
En ese desierto arbóreo y no más cede Arturo Cova sus señales de identidad y su índole (“Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia) ocurre la precipitación en lo horrido, lo insoportable, como si la propia selva irrumpiera con sus armas más letales, el infinito y la soledad y más allá, la vida de seres devorados por la hormiga carnívora, la sanguijuela, el paludismo, el beriberi, el odio, la falsía, mientras se dan a tasajear en la manigua los cauchales para hallarles su sangre blanca.
No tarda mucho el novelista en mal ocultarse tras la figura de Arturo Cova, quien ha birlado a Alicia, a la que no ama, macho a prueba de peligros, iracundo, en busca de un delirio sin apellido y aún, durante las primeras páginas, sin la demencia cauchera de que han sido presa los siringueros animalizados por ese oro lechoso y por cuyo atesoramiento se venden a los amos de la explotación y a convenir en esclavizarse, a soportar el rebenque y el fuete, el puñal y el suicidio
No más se escuchan estas confidencias insoportables (la oralidad y el leguaje literario estrechan frecuente alianza)catamos que el verdadero personaje (lo anuncia el propio Cova )es la selva misma, sus caños infectados de alimañas, bestias del tamaño de un sucio, tarántulas como la araña más venenosas que la víbora y hordas de tambochas que devoran todo lo que vive, desde la liebre hasta el hombre.
A menudo, como una aparición más de esta animalancia humana, se asoma la personificación del homicida en la figura de Tomás Funes, dueño de la vida y de la muerte, destripador de indios y de cualquier elegido de su manía asesina. “Todos los ríos-anota Arturo Cova en un aparte de su paso por este infierno-presenciaron la muerte de los gomeros que mató Funes el 8 de mayo de 1913”. Con parejo delinquió dispuso despezar al gobernador Roberto Pulido. “Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed del oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico”, advierte Cova.
En el cauchero, bestializado por la selva, prolifera el instinto criminal como otro paludismo, pero incurable, sin quinina que lo oculte. Nadie, ninguno de ellos, recuerda la piedad, el perdón. La rara conciliación termina en la cuchillada, toda venganza en la herida abierta ofrecida al pez caribe, el pez de la mordida caníbal, como ocurre en las postrimerías de la novela cuando el protagonista se enfrenta a Becerra, quien le ha birlado a Alicia, su mujer, la próxima madre de su hijo y lo lanza al agua.
Solitario, ulcerado, hediondo a fusilamiento o a degüello es imposible olvidar a Clemente Silva errando a través del abismo de la floresta en busca de su hijo o de su osamenta. Lo salva el mismo Arturo Cova (no en balde es el único hombre violento de esta jauría humana que se atreve a llorar), conmovido por su llagado estado físico y lo perdonan los caucheros porque se sabe de memoria los senderos y los caños que prometen picurear, evadir el cautiverio apestoso y letal de la siringa. El viejo Silva se contará entre los escasos caucheros que escaparán de la vorágine.
El lector apenas si tiene tiempo para memoriza los nombres de estos alucinados por la codicia del cacho: la selva les arrebata su presencia, de por sí inolvidable por el horror que personifican. La selva y el embrujo del lenguaje.
Un aviso, un cable relacionado con el destino de Arturo Cova y sus compañeros le anuncia al Cónsul colombiano
que desde hace varios meses los busca Clemente Silva:
“Ni rastro de ellos.
Los devoró la selva”.
Como a Marcos Vargas en Canaima.
Luis Alberto Crespo